EN EL 45 ANIVERSARIO DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA. Que nadie venga a dilapidar nuestra herencia común, y menos por un simple plato de lentejas

Juan M. Pemán Gavín
Catedrático de Derecho Administrativo, Universidad de Zaragoza

En memoria de Manuel Giménez Abad, asesinado por ETA en Zaragoza el 6 de mayo de 2001

I. Es bastante conocido el relato contenido en el Libro del Génesis (Capítulo 25, 27-34) en el que se narra, de manera muy escueta, cómo Esaú y Jacob, hijos de Isaac y Rebeca, eran dos hermanos con personalidades muy diferentes y cómo Esaú, cuando regresaban a casa de trabajar en el campo, agotado y hambriento, se encontró con que su hermano Jacob había cocinado un potaje de lentejas, al parecer suculento. Tras el correspondiente “tira y afloja” entre hermanos, llegaron a un acuerdo en virtud del cual Esaú vendió su herencia (los derechos de primogenitura) a su hermano menor –Jacob- a cambio de que éste le cediera el plato de lentejas para saciar su hambre.

Sin entrar en los significados escriturísticos  y teológicos del texto, para los que no estoy cualificado, hay algunos elementos presentes en el mismo que me atrevo a subrayar por su obviedad: la asimetría o desequilibrio en el intercambio de herencia por lentejas que pactan los hermanos (parece claro que Jacob obtuvo mucho más de lo que pagó como precio), lo cual refleja cierta frivolidad primaria o “cortoplacismo” en la conducta de Esaú – que consiguió “pan para hoy”, pero quizás “hambre para mañana”- y también alguna astucia negociadora por parte de Jacob, que supo sacar partido de una situación propicia para él en la que su hermano mayor actuaba apremiado por necesidades inmediatas.

II. No poco de esto ha habido en las recientes negociaciones de P. Sánchez con los partidos nacionalistas para lograr su investidura. Así, se aprecia un manifiesto desequilibrio entre las concesiones arrancadas por los nacionalistas y la inexistencia de compromisos por su parte más allá de su apoyo en una votación concreta dentro de un contexto en el que lo que ambas partes ponen sobre la mesa se sitúa en planos radicalmente distintos: las ventajas que logran los nacionalistas conciernen a aspectos estructurales de nuestro sistema institucional, muchas veces con difícil o imposible retorno, pero el apoyo político que rubrican es solo “pan para hoy”; puede ser muy efímero, como la experiencia demuestra. Tan efímero como un plato de lentejas. De modo que este desequilibrio refleja tanto la habitual astucia por parte de los nacionalistas para sacar partido de situaciones propicias como también las ansias, acaso excesivas, de un candidato, y del “séquito” que lo rodea, por alcanzar la Presidencia cueste lo que cueste, sin reparar en gastos. 

Pero hay en los pactos de investidura algunos elementos agravantes respecto al relato bíblico que no es posible pasar por alto: a diferencia de Esaú, Sánchez ha negociado con algo que no era suyo sin tener mandato o apoderamiento alguno para hacerlo y se ha sentido autorizado a disponer de un patrimonio que pertenece a una comunidad formada por muchas personas y es de grandísimo valor, sin duda mucho más valioso que la herencia de Esaú. Es la “casa común” o herencia compartida por todos los españoles lo que se pone en entredicho con los pactos: una herencia que Sánchez se ha sentido con derecho a dilapidar mediante cesiones que implican el vaciamiento progresivo de un Estado con muchos siglos de existencia a sus espaldas y también zarpazos de grueso calibre a nuestro sistema constitucional democrático que abren grietas difícilmente reparables en el mismo. Un sistema constitucional trabajosamente construido con el esfuerzo de todos y tras no pocos intentos anteriores fallidos. Ciertamente había habido en la anterior Legislatura (2020-2023) episodios preocupantes con impactos negativos en nuestro Estado democrático de Derecho[1], pero ahora hay un salto cualitativo que deja maltrechos los cimientos del sistema mismo.

III. Son muchos los argumentos y puntos de vista desde los que deben calificase como inaceptables los acuerdos cerrados por el PSOE con los partidos nacionalistas, considerando los procesos de negociación seguidos, el contenido mismo de los pactos firmados, y los pasos que se han ido dando ya en su ejecución, pese al escaso tiempo transcurrido desde la fecha de investidura (16 de noviembre). Tales pactos son globalmente ominosos por muchos conceptos, sin perjuicio de los múltiples matices que requeriría el análisis pormenorizado de unos acuerdos que afectan a muchas materias y son muy diversos entre sí. Pero hoy toca insistir sobre todo en su vulneración de la letra y el espíritu de la Constitución española, de cuya ratificación en referéndum por el pueblo español se cumplen 45 años.

Las reglas, principios y valores constitucionales maltratados por los pactos son ciertamente numerosos[2]. Salta a la vista así su choque frontal con la igualdad de los españoles en sus diversas manifestaciones: el valor superior de la igualdad (art. 1.1), la igualdad real y efectiva del individuo y de los grupos en que se integra (art. 9.2), el derecho fundamental de igualdad ante la Ley sin discriminación alguna (art. 14), la prohibición de privilegios económicos y sociales (art. 138. 2), o la igualdad de derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio nacional (art. 139.1). También colisionan los pactos con la solidaridad que proclamen los artículos 2 y 138.1, con la soberanía y unidad de España (arts. 1.2 y 2), con la prohibición de arbitrariedad (art. 9.2), con la separación de poderes y el respeto a la independencia del Poder Judicial (arts. 117 y 118), o con las competencias constitucionales que corresponden al Gobierno y las Cortes Generales. La Proposición de Ley de amnistía presentada por el Grupo Socialista en el Congreso[3] y la aceptación de verificadores internacionales para  el seguimiento de las negociaciones entre el PSOE y Junts han centrado el debate y el grueso de las críticas, pero hay otros muchos otros aspectos rechazables desde el punto de vista constitucional[4], como se ha puesto de relieve en multitud de declaraciones y posicionamientos individuales, colectivos e institucionales que se han venido difundiendo en las últimas semanas a través de los medios de comunicación.

IV. La Constitución española de 1978 es un texto que cabe imputar por supuesto defectos y carencias de diversa índole. Pero tiene el grandísimo activo a su favor que le otorga el espíritu de generosidad y la disposición para aceptar cesiones mutuas que presidieron su elaboración, lo que propició un consenso amplísimo en su aprobación. Un consenso que resulta muy difícilmente alcanzable en el análisis de los aludidos defectos que encontramos unos y otros, pues hay en efecto opiniones muy diversas al respecto, acaso tantas opiniones como opinadores[5].

También es obvio que el paso del tiempo ha afectado a alguna de sus partes, cuya obsolescencia o descontextualización resultan hoy ostensibles. Es claro así que el diseño del reparto competencial entre Estado y CCAA, cuya piedra angular se sitúa en el art. 149, debería reformularse para alcanzar, a la vista de un rodaje ya amplio del Estado de las autonomías, un mayor nivel de precisión y certidumbre. También lo es que la configuración dada al Senado por el texto constitucional como “Cámara de representación territorial” no consigue conferirle un papel suficientemente claro y útil que complemente las funciones ejercidas por el Congreso, si bien debe notarse que son muy dispares las posiciones sobre el camino a seguir en su eventual reforma. Y asimismo resulta llamativa en la actualidad la ausencia de consideración de nuestra integración en la UE, más allá de su genérico anclaje en el art. 93 y de las referencias puntuales a la Unión y al TFUE que en materia de estabilidad presupuestaria introduce el artículo 135, obviamente en la versión de este precepto resultante de la reforma constitucional de 2011. Una integración que ha volatilizado no pocas de las competencias que el art. 149.1 sigue atribuyendo en “exclusiva” al Estado; entre ellas, el régimen arancelario y el comercio exterior o el sistema monetario.

No creo por tanto que la defensa de la Constitución deba traducirse en una posición proclive a su inmutabilidad.  Por el contrario, reformas como las apuntadas, u otras que pueden plantearse, no le quitarían un ápice de valor; más bien la actualizarían y reforzarían, siempre que se hagan por las vías de reforma establecidas –no mediante subterfugios fraudulentos y unilaterales- y con un consenso amplísimo, a ser posible todavía más amplio que el requerido formalmente para su reforma por los arts. 167 y 168 (tres quintos y dos tercios de ambas Cámaras, respectivamente). En otro caso se corre el riesgo de arruinar o erosionar el gran “capital político” que atesora, derivado del apoyo generalizado al que antes aludía y de su probada validez como marco de convivencia para articular el pluralismo político durante un período de tiempo ya dilatado.

V. En línea con este último pensamiento, creo que en el momento presente resulta necesario insistir en la existencia de poderosísimas razones para que nos tomemos muy en serio el pacto constitucional del 78, lo que resulta compatible, como se ha dicho, con reformas puntuales del mismo. Entre tales razones quiero destacar ahora dos de carácter muy nuclear, a las que podemos añadir una tercera.

1. La Constitución del 78 vino a constituir una suerte de “acta de paz” de la Guerra Civil, como ha subrayado en más de una ocasión Alfonso Guerra, con una calificación que considero certera y comparto plenamente, y que implica, o debería implicar, el cierre definitivo de las profundas heridas generadas por dicha contienda. Un acta de paz ciertamente tardía -en su momento pudo percibirse que, cualquiera que fuera el bando vencedor, las heridas abiertas tardarían muchos años en cicatrizar-, pero acta de paz al fin y al cabo. Y no solo de una guerra como tal, sino de la espiral de odio y violencia fraticida que se apoderó de España durante los años 30 del pasado siglo. Una espiral que tuvo su epicentro entre los años 1936 y 1939, marcados por la apoteosis de una violencia exterminadora del adversario, dentro de los escenarios bélicos y también fuera de ellos, en las dos zonas en las que estuvo dividida España. Pero que había tenido lamentables precedentes en el período anterior y tendría también secuelas no menos lamentables en el período posterior.

Así las cosas, creo que respetar la letra y el espíritu de este documento pacificador es también respetar la memoria de los muchos españoles muertos en los campos de batalla, y también asesinados fuera de ellos, en el contexto de la violencia cainita desatada durante aquellos años de infausto recuerdo. Detrás de la Constitución hay mucha sangre derramada, de manera absurda e injustificada, pero acaso ese desgarro no resulta del todo inútil si al menos somos capaces de aprender las lecciones que entraña tan traumática experiencia.

2. Pero no es sólo eso. En realidad, si extendemos nuestra mirada más atrás todavía, nos percatamos de que el texto de la Constitución responde a una búsqueda de puntos de equilibrio respecto a los grandes contenciosos que habían sido motivo de discordia en el solar hispano durante mucho tiempo, y en particular, durante toda nuestra azarosa y pendular historia constitucional de los siglos XIX y XX.

Entre tales contenciosos históricos para los que la Constitución articuló soluciones equilibradas se encuentra la propia forma de Estado, que se aborda mediante una renovada opción monárquica, configurada ahora claramente como “Monarquía parlamentaria” (art. 1.3). También se aborda con este espíritu conciliador la vertebración territorial, que se plasma en la apuesta por una profunda descentralización sin ruptura de la unidad de España. Lo mismo sucede con la cuestión religiosa -evitando tanto la confesionalidad del Estado como el laicismo anticlerical mediante la consagración de un Estado aconfesional en un marco respetuoso con la libertad religiosa y de colaboración con la Iglesia católica y demás confesiones-, y con el modelo socioeconómico –la garantía de la propiedad privada y el reconocimiento del libre mercado se complementan con el énfasis en las políticas públicas de carácter social favorecedoras de “un orden económico y social justo”-. Y se incluyen tratamientos razonablemente equilibrados en otras materias, asimismo muy relevantes, como la configuración de las Fuerzas Armadas, el sistema educativo, el trabajo y las relaciones laborales, o el matrimonio y la familia. Todo ello sobre la base del respeto a la dignidad de la persona, de cada persona en particular, y de los derechos inherentes a la misma, que constituyen el “fundamento del orden político y de la paz social” (art. 10.1). Y teniendo en cuenta además las pautas sedimentadas en el constitucionalismo de otros países -especialmente europeos- que, con independencia de la particular idiosincrasia de unos y de otros, ofrecieron valiosos puntos de referencia en diversos temas; por ejemplo, para articular las relaciones entre Parlamento y Gobierno.

Nada de ello cerró definitivamente el debate sobre estas cuestiones, ni ha impedido la alternancia de los programas gubernamentales y legislativos de muy diversa orientación ideológica y política, pero acotó los términos de dicho debate y de las opciones que resultan asumibles, situándolas en un “terreno de juego” amplio pero que excluye las soluciones maximalistas o extremas que en otro tiempo fracasaron conduciendo al desencuentro absoluto.

3. Por lo demás, el valioso “capital político” que atesora la Constitución se ha ido acrecentando durante las décadas de vigencia de la misma, como marco razonablemente válido, aunque imperfecto, para presidir una convivencia no exenta de tensiones y de situaciones críticas. Ninguna de las Constituciones históricas españolas es comparable a la del 78 en sus resultados, tanto por el equilibrio aludido como por el grado de aplicación y penetración efectiva que ha tenido en nuestro sistema jurídico. Una penetración que deriva no solo de su ya prolongada vigencia sino también de los diversos mecanismos que incorporó para garantizar esa aplicación efectiva, entre los cuales destaca por supuesto la labor del ya veterano Tribunal Constitucional con miles de pronunciamientos a sus espaldas sobre cuestiones de la más variada índole.

Y al celebrar este éxito colectivo, no podemos dejar de rememorar y encarecer el sacrificio de todas las personas que fueron víctimas de atentados terroristas. Entre las cuales se encuentra Manuel Giménez Abad, cuya vida fue segada de raíz, en un momento álgido y prometedor de la misma, por un terrorismo asesino que consideraba a determinadas personas objetivos a eliminar, simplemente por sus responsabilidades públicas, por su militancia o por sus ideas políticas. Sobre el inmenso e injusto sacrificio que implican sus vidas truncadas, y los irreparables daños causados a las respectivas familias, se asienta también el orden constitucional y democrático que celebramos. Un orden constitucional construido por tanto no solo con dosis elevadas de inteligencia y generosidad colectivas, sino también con numerosos comportamientos personales calificables como heroicos.

VI. 6 de diciembre de 1978. Recuerdo muy bien aquella mañana de diciembre en la que acudí a votar en el referéndum de ratificación estando matriculado en quinto curso de la Licenciatura de Derecho y habiendo pasado el otoño en el acuartelamiento de San Gregorio para cumplir con la fase de instrucción del servicio militar. Un otoño que había sido, por cierto, considerablemente más frío que los que hemos tenido últimamente. Y recuerdo también con mucha nitidez las sensaciones que me acompañaban, con la intuición ilusionada de que estábamos dando un paso muy importante para construir una España en paz y libertad; las dos cosas unidas por fin. 

Pasados 45 años desde aquella mañana de otoño, que era primaveral en cierto sentido, puedo confirmar que no me equivoqué en esa visión esperanzada sobre el futuro de España en el nuevo marco de reconciliación y democracia que se abría con la Constitución. Un marco que a muchos nos ha permitido desarrollar el tramo central de nuestras vidas con unas cotas de estabilidad y de libertad de las que no pudieron disfrutar nuestros padres y abuelos.

Pero también confieso mi desasosiego por el desapego respecto del pacto constituyente del 78 que es perceptible en diversas formaciones políticas o sindicales y en sectores de la población juvenil: a algunos les parece que frena sus objetivos presuntamente progresistas; a otros, que el propio sistema constitucional propicia la tendencia hacia el caos y el deterioro institucional en la que parecemos instalados. Y más desasosiego me produce todavía la frivolidad con la que se desenvuelven al respecto quienes actualmente lideran la mayoría parlamentaria que se ha formado en el Congreso, que tienden a hacer una utilización descaradamente partidista de las instituciones y a no tomarse en serio toda la Constitución. Es más, están transitando por caminos que conducen a alterar de facto sus reglas y principios sin seguir los procedimientos establecidos para ello.

No atravesamos ciertamente tiempos fáciles y propicios para la Constitución cuyo aniversario celebramos. Por eso es muy importante que seamos capaces de trasladar a quienes nos gobiernan y a las generaciones jóvenes los valores que atesora, no solo en su letra sino quizás sobre todo en el espíritu de reconciliación que la anima. Detrás de ella hay un gran cúmulo de experiencias históricas -algunas muy traumáticas- y muchos aprendizajes que sería insensato tirar por la borda. Que nadie venga a dilapidar nuestra herencia común y compartida, menos aún por un simple plato de lentejas.

[1] Estos episodios tienen que quedar fuera ahora de nuestra atención, como también los aspectos objetables del pacto del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso con los partidos nacionalistas para lograr su apoyo a la elección de la actual Presidenta del Congreso.

[2] He hecho durante los últimos días el ejercicio de releer un viejo y trabajado librito que tengo en mi biblioteca con el texto de la Constitución tras repasar el contenido de los pactos; ejercicio que conduce inevitablemente a la percepción de que la distancia que separa dicho texto de los pactos aludidos es enorme, no solo en tiempo sino también en sustancia. Se mueven en coordenadas completamente distintas, casi diría que en las antípodas.

 [3] Dicha Proposición fue presentada e13 de noviembre, esto es, dos días antes de iniciarse el debate de investidura con el título de Proposición de LO “de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña”. Son ya muy numerosos los análisis publicados en torno a la misma, muchos de ellos de gran lucidez, lo que me dispensa de abordar la iniciativa, muy lamentable por muchos conceptos.

[4] En este mismo foro de la FMGA me referí hace algunos días a las muchas cortapisas que para el Gobierno y las Cortes Generales derivan del acuerdo firmado entre el PSOE y el PNV para lograr el apoyo de éste a la investidura. Tómese como muestra al respecto la previsión de que los Decretos-leyes que apruebe el Gobierno sean sometidos a un trámite de consulta previa con el PNV. Se trata de una prerrogativa de la que no dispone el Jefe del Estado -cuya firma se exige para expedir los Decretos gubernamentales (art. 62.f)-, ni tampoco el Consejo de Estado –que es el “supremo órgano consultivo del Gobierno” (art. 107)-, ni cualquier otro órgano de asesoramiento o consulta, ni la Comisión Europea, ni otras instituciones u organismos habilitados para supervisar el cumplimiento de la disciplina presupuestaria (AIREF). Ni siquiera el otro partido que firma el acuerdo (el PSOE). Tan solo dispone de dicha prerrogativa el PNV, un partido político minoritario de ámbito regional, cuya posición institucional queda elevada de forma insólita en virtud de una “generosa” concesión otorgada por el Presidente del Gobierno.

[5] Personalmente, echo de menos una consideración de las misiones del Estado en relación con la lengua española, y en particular, con su proyección internacional, así como referencias más explícitas a los vínculos de España con las naciones de la Hispanidad, esto es, con la comunidad hispanohablante. A esta última se alude por la Constitución de forma tan sólo tangencial, mediante la previsión de Tratados de doble nacionalidad “con los países iberoamericanos o con aquellos que hayan tenido o tengan una particular vinculación con España” (art. 13.3) y a través de la inclusión, entre las funciones del Rey, del ejercicio de “la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica” (56.1).

En otro orden de cosas, no puede dejar de reconocerse que el sistema de designación de los miembros de algunos órganos muy relevantes en el ámbito judicial fijado por la Constitución ha propiciado una progresiva politización de los mismos, en el sentido de que los partidos políticos han tendido a “colonizarlos” mediante la designación de personas con criterios en los que pesa más su afinidad ideológica o política que la valía profesional para ejercer los cargos. Parece por ello muy conveniente reformular los correspondientes preceptos constitucionales para revertir esta deriva; concretamente, el art. 122.3 (relativo al nombramiento de los miembros del Consejo General del Poder Judicial), el art. 159 (nombramiento de los miembros del Tribunal Constitucional), y acaso también el art. 124.4 (nombramiento del Fiscal General del Estado). No obstante, cabe también introducir correctivos al efecto sin reforma constitucional, mediante la modificación de las disposiciones legales vigentes en la actualidad.

Son sólo dos “botones de muestra”, entre otras ausencias y deficiencias que podría mencionar.

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