EL PROYECTO DE REFORMA CONSTITUCIONAL SOBRE LA FORMA DE GOBIERNO ITALIANA: SÁLVESE QUIEN PUEDA

CAMONI RODRIGUEZ, Daniel
Ricercatore en Derecho Público Comparado en la Università degli Studi di Milano

El 15 de noviembre de 2023, el Gobierno presidido por Giorgia Meloni ha presentado en el Senado el proyecto de ley (n. 935) para la reforma constitucional de la forma de gobierno italiana, con el objetivo de dotarlo de una mayor estabilidad. De acuerdo con el art. 138 de la Constitución, las leyes de revisión constitucional son adoptadas por la Cámara de los Diputados y el Senado en dos votaciones sucesivas en cada una de ellas –con un plazo no inferior a tres meses– y deben ser aprobadas por mayoría absoluta en segunda votación. Si la Ley es aprobada en esta segunda votación por una mayoría inferior a dos tercios de sus componentes, la misma será sometida a referéndum (dentro de los tres meses siguientes a su publicación en el Boletín Oficial del Estado), cuando así lo soliciten una quinta parte de los miembros de una Cámara, quinientos mil electores o cinco Parlamentos autonómicos.

Para comprender el contenido de la reforma, es necesario detenerse brevemente sobre la forma de gobierno diseñada en la Constitución de 1948. Italia se rige por una forma de gobierno parlamentaria en la que el Presidente del Consejo de Ministros –propuesto por el Presidente de la República entre aquellas personalidades (miembros o no del Parlamento) que sean capaces de concitar una mayoría parlamentaria– debe obtener (separadamente) y mantener la confianza de ambas Cámaras.

En el caso en el que dicha confianza se rompa –a raíz de una moción de censura por mayoría simple (art. 94) o cuando el Gobierno no consiga un voto favorable en una cuestión de confianza– el Presidente de la República debe verificar la existencia parlamentaria de mayorías “alternativas”:  de no ser así, debe disolver las Cámaras y convocar elecciones anticipadas.

El proyecto de reforma constitucional diseña una nueva forma de gobierno que no tiene parangón en el derecho comparado (excepto, en algunos aspectos, el llamado modelo neoparlamentario introducido en Israel en 1992) y que, en un intento de hiperracionalización formal, contiene numerosas inconsistencias y cuestiones críticas.

En primer lugar, se prevé que el Presidente del Consejo sea elegido por el cuerpo electoral pero, al mismo tiempo, siga vinculado por una relación de confianza con ambas Cámaras (mediante una moción de confianza inicial y la posible aprobación de mociones de censura). Este esquema de doble legitimación entra en palmaria contradicción con cualquier modelo que prevea la elección directa del Jefe del Ejecutivo: en efecto, no tiene lógica constitucional que un Presidente del Consejo elegido directamente tenga que ver su elección “confirmada” por las Cámaras y, sobre todo, pueda verse revocada la confianza por un órgano parlamentario que no lo ha elegido.

En segundo lugar, la constitucionalización de una prima de gobernabilidad para los partidos vinculados al Presidente del Consejo de Ministros que gane las elecciones –55% de los escaños en ambas Cámaras, sin umbral mínimo de votos o de una segunda vuelta de balotaje entre los candiadatos mas votados– rompe el equilibrio, establecido por el Tribunal Constitucional (Sentencia n. 35/2017), de ponderación de los «principios constitucionales de necesaria representatividad de la Cámara de Diputados y de igualdad del voto, por un lado, con los objetivos, también de relevancia constitucional, de estabilidad del gobierno del país».

Por último, en el caso de moción de censura, se prevé que el Presidente de la República pueda confiar la tarea de formar Gobierno «al Presidente del Consejo dimisionario o a otro parlamentario que haya sido elegido conjuntamente con el primero, para implementar los compromisos políticos para los que el Gobierno del Presidente-electo obtuvo la confianza». Sobre esta cuestión, se pueden identificar tres grandes problemas.

En primer lugar, la centralidad del Parlamento respecto de la continuidad del Gobierno (incoherente, a raíz de la voluntad del Legislador de diseñar un Presidente del Consejo que sea expresión del cuerpo electoral) se disuelve de inmediato. En efecto, se impone al Jefe del Estado la obligación de nombrar como nuevo Presidente del Consejo a quien acaba de perder la confianza del Parlamento o a un diputado/senador perteneciente a una mayoría parlamentaria que, de hecho, no existe, ya que esta misma acaba de forzar la dimisión del anterior Presidente del Consejo.

En paralelo, si en el caso de una moción de censura parece haber un retorno a la forma de gobierno parlamentaria –con un nuevo Presidente del Consejo, elegido esta vez por las Cámaras–, esta ilusión se quiebra rapidamente con referencia al rol del Presidente de la República. Este último, de hecho, se ve obligado a nombrar un Presidente del Consejo que podría no tener la mayoría de votos en el Parlamento, pero que aspira a serlo simplemente por pertenecer al partido/coalición del Presidente del Consejo “saliente”.

De este modo, la rigidez del modelo obliga el Presidente de la República a tomar una decisión que corre el riesgo de ser “suicida”, ya que la ausencia de una mayoría parlamentaria –cuya existencia el Jefe del Estado no podrá comprobar– impone la disolución inmediata de las Cámaras. El nuevo Presidente del Consejo también se verá obligado a gobernar –en teoría– sobre la base del programa de gobierno con el que fue elegido su predecesor. La irracionalidad es aquí máxima, porque el Presidente del Consejo “entrante” debe pedir la confianza de una mayoría parlamentaria (presumiblemente) diferente sobre un programa que no es el suyo y que acaba de sufrir la censura formal de ese mismo Parlamento.

Finalmente, la reforma también afecta de manera significativa a la función del Jefe del Estado de disolver las Cámaras. En la actual forma de gobierno, dicho poder ha sido calificado por la doctrina como “complejo” –ya que no pertenece en exclusiva al Presidente de la República–  en virtud del cual el fin anticipado de la Legislatura queda subordinado a la imposibilidad política, una vez que el Presidente del Consejo en el cargo haya renunciado o perdido la confianza, de constituir una nueva mayoría en el Parlamento.

Así, por un lado se prevé que la renuncia del Presidente del Consejo de elección popular o la aprobación de un moción de censura imponga al Presidente de la República el nombramiento obligatorio del mismo Presidente saliente o de otro candidato de la coalición. Por tanto, en esta fase de crisis se elimina el poder de disolución del Presidente de la República.

Por el otro, el nuevo Presidente del Consejo si que tiene este poder, ya que la reforma establece que «en otros casos de cese en el cargo del Presidente del Consejo entrante, el Presidente de la República procederá a disolver las Cámaras»: en otras palabras, el poder de disolución puede ser ejercido aquí indirectamente por el Presidente del Consejo, a través de su posible dimisión, privando al Presidente de la República de cualquier competencia.

Además –y éste es el verdadero problema– la prerrogativa de la disolución anticipada está en manos del Presidente del Consejo “entrante” (de elección parlamentaria) pero no en aquellas del Presidente del Consejo legitimado por el cuerpo electoral, quien debería (en la lógica de la reforma) disponer de mayores poderes a raíz de una mayor legitimación popular.

En conclusión, no solo esta reforma diseña una nueva forma de gobierno que se caracteriza por aspectos criticables cuando no contradictorios, sino que modificaciones de este calado deberían tomar nota de la centralidad del verdadero “elefante en la habitación”, es decir el funcionamiento del sistema italiano de partidos y de los equilibrios políticos que del mismo derivan: considérese, al respecto, que de los 68 Gobiernos que se han sucedido en Italia desde 1948, ninguno ha cesado a raíz de una moción de censura y solo dos (Prodi I en 1998 y Prodi II en 2008) han cesado por haber perdido una cuestión de confianza. En todos los otros casos, los gobiernos han implosionado por crisis internas a las coaliciones parlamentarias o a partidos que formaban parte de las mismas.

Por todo ello, habría que desarrollar este tipo de reflexiones siempre a partir de los elementos “fácticos” (el sistema de partidos y su funcionamiento) y el desarrollo concreto de los acontecimientos, diseñando esquemas formales que puedan adaptarse a ellos, en lugar de intentar enjaular a la fuerza los hechos políticos dentro de modelos diseñados a priori, para luego sorprenderse de que algo no ha funcionado como se había imaginado.

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