
No hace mucho tiempo que fui un niño. Recuerdo perfectamente cuando una vez al año el circo llegaba a mi pueblo. Por entonces venían con animales exóticos, y en sus carteles anunciaban con palabras exageradas las maravillas que podíamos encontrar. A mí me encantaba, pues era como viajar a otra parte totalmente distinta del mundo, y todavía tengo guardadas las fotografías con elefantes, tigres, payasos y trapecistas.
Cuando crecí un poco más todos los chicos del pueblo tuvimos la fiebre del “pressing catch”, y aunque sabíamos que todo era puro teatro nos gastábamos el dinero del fin de semana en sus cromos, sus figuras y su ropa. Incluso alguno acabó con algo más que un moratón imitando los movimientos de lucha en el patio de cemento del colegio.
Ahora me da por el cine, y como el personaje de Mia Farrow en “La Rosa Púrpura del Cairo” la mayoría recurrimos a él para escapar de nuestras vidas. Uno se siente cómodo cuando se sienta en la butaca sabiendo que se encontrará con personas conocidas y otras desconocidas que durante 120 minutos le sumergirán en otro espacio, otra vida y otras circunstancias. El problema viene cuando uno llega a casa y al querer ponerse al día con el mundo real le entra la sensación de que todavía no ha salido de esa sala oscura.
Vivimos toda nuestra vida rodeados de historias que nos hagan sentir emociones y la política de nuestro tiempo no es una excepción. Igual que en el cine uno puede elegir entre el wéstern o la ciencia ficción ahora en unas elecciones también puedes elegir la visión de la realidad que a ti más te guste. Es por eso que viví las últimas celebradas en nuestro país como un miércoles del “día del espectador”.
Como si un juego de “construye tu propia aventura” los partidos políticos nos venden todos los días, en una campaña electoral de acoso y derribo constante, visiones de un mismo país que entre sí no tienen nada en común. El país se levanta en el progreso o en la más horrible de las distopías en función del día de la semana. Las victorias en el Congreso parecen sacadas de epopeyas clásicas y el rival, cuanto más villano parezca, mejor para una buena historia. Desgraciadamente yo todo eso prefiero que me lo cuente Stanley Kubrick.
Hay estudios que concluyen que las opiniones en épocas de cambio e incertidumbre se basan más en emociones que en factores racionales. De forma inteligente los partidos han prestado atención y ahora toman sus decisiones en base a satisfacer dichas emociones, con grandes resultados para aquellos que mejor saben vender los términos más sentimentales, por muchas leyes y principios democráticos que puedan retorcer. Siempre al gusto del espectador.
Sin embargo, estas decisiones han sido a lo largo de la historia el punto de partida de problemas mayores. No consigo oír entre los gritos unas voces capaces de cimentar algo que perdure. Las leyes que hoy en día se tramitan en nuestras Cámaras parecen más “política” que “ley”, y cuando eso ocurre tenemos leyes tan cortas como ineficaces. Lo que ahora pueda construirse tiene en la acera de frente un cartel firmado por la oposición en el que se lee: “tranquilos, nosotros lo tiraremos abajo”.
Al final, toda esta situación provoca en mí un pesimismo que sé que sufren muchos jóvenes como yo. Sin ninguna certeza de cómo será el mundo que se nos viene encima, da la sensación de que los retos a los que nos enfrentamos como sociedad son mayores que aquellos que podemos llegar a superar. No estoy solo, pues la sociedad española es la sexta del mundo y la tercera de Europa más pesimista, por detrás de Líbano, Hong Kong, Italia, Bosnia y Tailandia. Es la conclusión de la encuesta anual que realiza la red internacional de investigación de mercado Gallup International[1].
Como consecuencia de todo ello, percibo que los mensajes y las propuestas políticas que escucho y leo son un producto de marketing más. Como ejemplo reciente, una Ley de Libertades Sexuales que se presenta con errores básicos tanto en forma como en técnica jurídica, objeto de controversia en el Gobierno y matizada por el propio Ministerio de Justicia, sólo para poder ser portada de telediarios y trending topic en twitter el día determinado de máxima audiencia (retrasar la norma más allá del 8 de marzo es un incumplimiento del acuerdo PSOE-Unidas Podemos). Yo pregunto, ¿de qué sirve una ley que pretende mejorar la vida de tantas personas si la calidad de contenido depende del día en que se presenta?
Las tertulias de todos los días son como ver un “reality” en directo con un principio, un final y una segunda temporada que quiere ser más ambiciosa que la anterior. Tal vez mi pesimismo sea algo temporal, tal vez no, pero sí estoy seguro de que la política de red social y fuegos artificiales no es para mí, y espero que pronto dejemos de recompensar a aquél que nos vende el billete dorado para la fábrica de chocolate más dulce.
Al final, he acabado aceptando que me he hecho mayor para ver payasos y luchadores, y que si quiero ser feliz siendo engañado me meto al cine. Es por ello que así como mi último artículo lo acabé con una reflexión de Goethe, contribuyente fundamental del Romanticismo, este en cambio prefiero terminarlo con un chiste de Woody Allen, contribuyente fundamental de mi relación actual con el mundo.
Scoop (Woody Allen, 2006).
Sondra Pransky (Scarlett Johansson): Eres un pesimista, ¡ves siempre el vaso medio vacio!
Sidney Waterman (Woody Allen): No, lo veo medio lleno…pero de veneno.
Actualización: se acaba de presentar una propuesta para que Madrid construya la noria más grande de Europa. Uno siempre se ve superado por la realidad.