UNA HISTÓRIA DE NUNCA ACABAR. SOBRE LA RENOVACIÓN DEL CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL

Daniel Camoni Rodríguez

Doctorando en Derecho Constitucional en la Università degli Studi di Milano-Bicocca

Jueves, 15 Octubre, 2020

Se suele atribuir a Giovanni Giolitti –uno de los políticos más destacados de la Italia liberal, entre los siglos XIX y XX– el célebre adagio según el cual «las leyes se aplican a los enemigos y se interpretan para los amigos».

Reflexionando sobre el marco jurídico que regula el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y la crisis que ha desatado la incapacidad de los partidos políticos de proceder a su renovación (pendiente desde el 4 de diciembre de 2018), nos damos cuenta de cómo la interpretación de las normas varía a raíz de las exigencias políticas de cada uno y de su presencia en las filas del Gobierno, de la mayoría parlamentaria o de la oposición.

Ante todo, cabe detenerse sobre el contenido del art. 122.3 CE. Como es bien sabido, por un lado establece que ocho de los veinte vocales que integran el CGPJ son elegidos por las Cortes Generales, por mayoría de tres quintos de sus miembros (cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado), «entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión».

Por el otro, la elección de los doce vocales remanentes «entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales» depende de lo que determine al respecto la correspondiente ley orgánica (es decir, la Ley Orgánica del Poder Judicial, LOPJ), omitiendo la Constitución cualquier referencia al órgano que debe proceder a su elección o a la mayoría “electoral” necesaria.

El hecho de que los miembros del CGPJ pertenencientes a la carrera judicial sean elegidos en los términos que se acaban de exponer es criticable por una doble razón. En primer lugar, existe una “desconstitucionalización” (a medias) de este órgano que deja en manos de las Cortes Generales –no ya como Poder constituyente sino como poder constituido en el contexto de las relaciones político-partidistas– una decisión de tan relevante envergadura como es establecer quién escoge a la parte mayoritaria del CGPJ.

Además, es censurable que dicha función se desarrolle a través de una simple mayoría absoluta. En efecto, si miramos al sistema electoral español (de facto mayoritario) y a la forma de gobierno históricamente vigente desde 1978, observamos que esta atribución se ha plasmado en un verdadero cheque en blanco para que el partido de gobierno pudiera controlar las modalidades de elección del CGPJ.

De hecho, hasta las elecciones generales de 2015 la mayoría absoluta ha coincidido con la mayoría parlamentaria y gubernamental de un solo partido (o casi), lo que ha conllevado una fortísima lottizzazione del órgano de gobierno de los jueces, sujeto a los más diversos vaivenes de la política.

Desgraciadamente, esto último sucedió al poco tiempo de la entrada en vigor de la Constitución. La LOPJ 1/1980 había establecido que el CGPJ se mantuviera fiel a su directa “inspiración” constitucional italiana (art. 104.4): en estos términos, se estableció que los doce vocales de procedencia judicial fueran elegidos por los mismos Jueces y Magistrados, lo que garantizaba –junto a los ocho nombrados por el poder legislativo– una loable ponderación entre la dimensión parlamentaria y la representación directa del orden judicial, evitando que el CGPJ se escorara en exceso hacia los extremos.

No obstante, dicho precario equilibrio resistió solo cinco años. En efecto, con la aprobación de la Ley Orgánica 6/1985 (de reforma de la LOPJ), las Cortes Generales se atribuyeron –aprovechando la indefinición del art. 122.3 CE– el derecho de elegir también a los vocales procedentes de la judicatura, convirtiendo el CGPJ en un órgano de integral elección parlamentaria.

Al respecto, el Tribunal Constitucional (TC) tuvo ocasión de pronunciarse sobre dicha revisión –inspirada (así se dijo) en la necesidad de “democratizar” el Poder judicial, dotar al mismo de mayor legitimación democrática y depurarlo de su pasado franquista– con la STC 108/1986, de 29 de julio.

Más allá de la desestimación del recurso de inconstitucionalidad, interesa recordar que, en palabras del TC, «el fin perseguido [por el art. 122.3 CE] es, de una parte, el de asegurar la presencia en el Consejo de las principales actitudes y corrientes de opinión existentes en el conjunto de Jueces y Magistrados en cuanto tales, es decir, con independencia de cuales sean sus preferencias políticas como ciudadanos y, de la otra, equilibrar esta presencia con la de otros juristas que, a juicio de ambas Cámaras, puedan expresar la proyección en el mundo del Derecho de otras corrientes de pensamiento existentes en la sociedad» (FJ 13).

Ahora bien, la consecución de dicho objetivo resulta todavía una asignatura pendiente, ya que desde entonces éste no se ha traducido en la posibilidad de que los mismos componentes del Poder judicial puedan elegir (directamente, y no por medio de un poder de selección asignado a las Asociaciones judiciales) a sus representantes. Es singular, de hecho, que esas «actitudes y corrientes de opinión» que nacen y viven entre Jueces y Magistrados sean supuestamente “interpretadas” por las Cortes Generales y no por aquellos que administran la Justicia cada día y sobre cuya carrera repercuten las decisiones del CGPJ.

Pero, sobre todo, no puede dejarse de mirar a dicha Sentencia cuando afirma que «se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos».

Todavía más preocupante es que, al cabo de un año, el TC pudiera también sostener con rotundidad en la STC 108/1986 que «la existencia y aun la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la Norma constitucional, parece aconsejar su sustitución».

Analizando brevemente el desarrollo histórico del CGPJ, es evidente que los grandes partidos políticos que han dominado la vida democrática española han interpretado la designación de sus vocales siguiendo los criterios del “intercambio de cromos” y de la afinidad ideológica entre vocales y fuerzas políticas; criterios que el art. 122.3 CE ha permitido se extendieran a la elección de todos los miembros del CGPJ y la LOPJ de 1985 ha consolidado sin tapujos, con un consenso sucesivo unánime.

Lo demuestran, entre otros episodios, los escandalosos retrasos en las renovaciones que hubieran debido de producirse en 2006 y 2018, la paralización –a instancia del mismo CGPJ (16 de enero y 28 de julio de 2020)– de los nombramientos de altos cargos judiciales, a raíz de supuestas negociaciones al respecto entre partidos o la existencia de una regla no escrita según la cual el Presidente del CGPJ es designado da manera oficiosa por las fuerzas políticas y no por los mismos vocales, quienes se resignan a ser correa de transmisión de decisiones tomadas en otras sedes.

En la misma senda, no se nos olvide que la LOPJ ha sido modificada, en relación con las mayorías necesarias para adoptar ciertas decisiones y realizar nombramientos, con suma facilidad. Poniendo ejemplos concretos, con Ley Orgánica 19/2003 se promovió desde el Gobierno del PP una reforma que rebajaba el número legal necesario para adoptar acuerdos (de catorce a mayoría de los presentes en segunda votación), para así eludir el “boicot” de los denominados vocales progresistas, que rehusaban tomar parte en dichas deliberaciones, impidiendo el funcionamiento del CGPJ.

Asimismo, con Ley Orgánica 2/2004, el Gobierno del PSOE elevó la mayoría para los nombramientos a tres quintos de los miembros del Pleno, también con el intento de “torpedear” la toma de decisiones de un Consejo considerado hostil. Por último, dicha mayoría fue rebajada con la reforma popular de la LOPJ 2013 (una vez más, con una clara finalidad política) y nuevamente elevada con la reforma socialista de 2018.

Por último, adquiere especial relevancia la cuestión de la prorogatio del CGPJ, en los casos en los que los vocales del mismo continúan desempeñando sus cargos más allá del período por el que fueron elegidos, al no haber sido nombrados quienes habrían de sustituirles.

Cualquier jurista sabe que el primer criterio que se debe utilizar en la interpretación de las normas jurídicas es el textual. En este caso, si nos ceñimos al contenido de la LOPJ sobre el funcionamiento del CGPJ una vez concluido su mandato, no encontramos ninguna disposición que limite sus poderes en dicha situación, más allá de la imposibilidad de elegir a un nuevo Presidente (art. 570.2 LOPJ).

Si aplicamos también el criterio sistemático, esta interpretación es coherente con la existencia del mencionado régimen de prorogatio: de no ser así, no se entendería que –frente al silencio de la ley– el CGPJ siguiera en funciones pero sin poder ejercer competencia alguna o viendo mermadas sus atribuciones. Ello implicaría también complicadas especulaciones sobre el significado de “estar en funciones” y la tipología de competencias que resultarían susceptibles (o no) de ser ejercidas.

En el caso de persistir estos retrasos injustificados, ¿sería oportuno modificar el marco de poderes a disposición del CGPJ una vez haya caducado su mandato, siguiendo las limitaciones impuestas al Gobierno en funciones por el art. 21 de la Ley del Gobierno de 1997? En paralelo, ¿sería también necesario suprimir la prorogatio y buscar soluciones alternativas?

Probablemente sí (con entrada en vigor a partir del próximo CGPJ), pero la ley se debe interpretar y aplicar por lo que dice –o, como en este caso, por lo que no dice– y no por lo que nos gustaría que dijese en el contexto en el que nos encontramos. En este último supuesto, y siempre que se desee de verdad reformar la LOPJ, debe ser el Legislador quien tenga la palabra definitiva.

Cuestión distinta es que dicho marco normativo sea –que lo es– problemático y suscite serias dudas sobre lo que debería (o no debería) hacer el órgano de gobierno de los jueces en una situación objetivamente anómala, aunque es cierto que el origen y la solución de esta crisis se enmarcan en una profunda crispación política y se deben a la ausencia de una renovación que no puede imputarse al CGPJ.

Es noticia de estos días que el Gobierno se plantea reformar la LOPJ sobre este tema, con el objetivo –en palabras del Presidente del Gobierno– de «desbloquear la situación» (léase, ¿imponer un cese forzoso del actual CGPJ?) y rebajar la mayoría parlamentaria para que las Cortes Generales puedan elegir a los doce vocales de procedencia judicial sin necesidad de recurrir a la mayoría de tres quintos de los componentes da cada Cámara que hoy impone la ley (art. 567.2 LOPJ). Incluso se ha llegado a especular con una (improbable) reforma constitucional.

Eso sí, que a nadie se le ocurra siquiera pensar de reformar la LOPJ –y, menos todavía, la Constitución, en cuyo art. 122.3 CE radica el pecado original de la configuración del CGPJ– para establecer, conforme a lo que ya sucede en la gran mayoría de democracias europeas, que el poder legislativo no siga monopolizando la elección del órgano de gobierno de los jueces y, sobre todo, el poder judicial pueda elegir en las urnas a sus propios representantes. Poco importa que el Grupo de Estados contra la corrupción del Consejo de Europa (GRECO) haya apercibido a España hasta en tres ocasiones al respecto: ya se sabe que Spain is different.

Cortes de Aragon

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