SOBRE LA DISCRECIONALIDAD FAVORABLE

Sergio Planas


Martes, 6 Octubre, 2020

En el mundo jurídico anterior a la Revolución Francesa, la realidad legal y jurisprudencial difería, en varias cuestiones, de la actual. Si bien es cierto que el derecho romano sienta las bases del derecho privado actual, y que el derecho canónico, promulgado por la Iglesia, creó nociones tan importantes como la de persona jurídica, el derecho actual no puede considerarse como una mera modificación de los anteriores, pues la Revolución Francesa trunca el sistema anterior.

Durante siglos, pues, estuvieron vigentes normas, costumbres y principios del derecho que hoy ni siquiera conocemos en profundidad los estudiantes. Uno de estos principios es el principio de discrecionalidad, que fue prácticamente abolido cuando la ya referida Revolución Francesa erige -y exige- el principio de legalidad, esto es, que el delito esté definido previamente a la comisión del hecho, y tenga una pena asignada, todo ello en una ley previa y estricta, taxativamente redactada.

La discrecionalidad judicial, después de la Revolución Francesa, queda reducida a la capacidad del juzgador de establecer la pena concreta dentro de un marco previamente determinado por la ley para ese delito específico. Actualmente en España, y gracias al desarrollo jurisprudencial, esta posibilidad de fijar la pena se reduce aún más.

Sin embargo, el principio de discrecionalidad no quedó eliminado de todos los sistemas jurídicos. El derecho penal canónico, esto es, el derecho penal propio de la Iglesia Católica, lo continúa manteniendo hoy. Lo vemos claramente en algunos de sus preceptos, empleando en algunos de ellos penas potestativas (véase canon 1390), o incluso enunciando que “aunque la ley emplee palabras preceptivas, puede el juez, según su conciencia y prudencia […] abstenerse de imponer la pena, o imponer una pena más benigna” (canon 1344.2), hecho que cabe en una serie de supuestos. Como podemos ver, el principio de discrecionalidad, en el derecho penal canónico, se orienta a la benevolencia con el reo, nunca al contrario.

Es evidente, cabe destacar, que el derecho penal canónico y el derecho penal estatal tienen finalidades completamente distintas: el derecho penal canónico pretende la salvación de las almas de acuerdo con la doctrina católica, y las penas que impone son, como máximo, de excomunión; el derecho penal estatal protege bienes jurídicos a nivel general, e impone penas privativas de libertad, entre otras.

Eso hace, evidentemente, que podamos establecer claras diferencias entre un sistema penal y el otro. Ahora bien, me surge inevitablemente una pregunta: ¿por qué ni siquiera planteamos la posibilidad de recuperar el principio de discrecionalidad en nuestro sistema penal? Múltiples juristas defienden la tesis de que no hay límites para reducir la pena si dicha reducción se hace con los elementos legales existentes, pero ¿por qué ni siquiera escuchamos la posibilidad de reducir o eliminar la pena en virtud de lo que considere el juez?

A simple vista, puede parecer un argumento claramente buenista, pero si a una conclusión podemos llegar cuando nos acercamos a un juzgado -o incluso a una sentencia, aunque sea más impersonal- es que no hay dos delitos iguales. Podemos condenar varias veces con base en el mismo precepto penal, pero en ningún momento estaremos ante casos idénticos. Los hechos son los hechos, pero los protagonistas de los hechos son las personas; si condenamos únicamente desde un punto de vista objetivo, sin tener en cuenta apenas las circunstancias subjetivas del caso, no estamos produciendo sentencias penales que se ajusten a la realidad social.

Prácticamente todos los lectores de este artículo coincidirán en que no todos los culpables son iguales. Hay culpables que pueden haber cometido un delito por estar viviendo una situación personal muy dura, sin que esta situación encaje en ninguna atenuante o eximente de las previstas en el Código Penal. Hay otros reos, en cambio, que han causado un mal deliberado, con un dolo clarísimo y sin ninguna circunstancia que permita comprender, no objetivamente, sino subjetivamente, que haya un comportamiento delictivo. Sin embargo, nuestro sistema castigará por igual a los dos, si han cometido el mismo hecho. Las atenuantes y eximentes no siempre bastan.

El derecho penal no se puede convertir en algo frío e impersonal, porque estamos tratando, al fin y al cabo, conflictos entre personas o conflictos entre una persona y el conjunto de la sociedad. Tenemos que atender a la realidad que está viviendo el reo y, en base a ello, poder determinar si condenarle mediante la pena legal -que sucederá para los casos en general-, si condenarlo con una pena inferior a la legal (por circunstancias concretas) o si no condenarlo, aunque sea culpable de un delito.

No podremos considerarnos una sociedad moderna y avanzada si no empezamos a introducir este tipo de cuestiones en nuestro ordenamiento. Ahora bien, nótese que defiendo la incorporación del principio de discrecionalidad al derecho penal estatal con las mismas condiciones que se encuentra en el canónico, esto es, que la discrecionalidad únicamente pueda jugar a favor del reo.

La aplicación del principio de discrecionalidad, en este sentido, sería la consumación jurídica de uno de los principios básicos del derecho penal; el principio de culpabilidad. En base a dicho principio, que algunos autores consideran un principio nuclear del derecho penal en Europa, la pena debe adaptarse al grado de culpabilidad del reo. Mediante la recuperación de la discrecionalidad favorable, podemos hacer del principio de culpabilidad una completa realidad.

No negaré, debo decir, que la inclusión de este principio podría derivar en presiones a los jueces. Es por ello que, junto a la discrecionalidad favorable, deberían establecerse ciertos mecanismos para evitar las situaciones gravosas que de ella pudieran derivarse. Ahora bien, no debemos permanecer inmóviles solo por los riesgos que la discrecionalidad favorable pueda comportar.

Respecto al principio de legalidad, puede parecer lesionado con la incorporación de la discrecionalidad. Ahora bien, el principio de legalidad, recordemos, es un límite al poder punitivo: prohíbe que se condene a alguien por un crimen no previsto en la ley, pero no obliga, por sí mismo, a condenar al culpable.

De nosotros depende que la justicia sea verdaderamente “justicia”, o sea solo la aplicación objetiva de parámetros objetivos ante hechos que, nos guste o no, tienen una importante dimensión subjetiva. Las personas no somos robots ni ordenadores, y no debemos juzgarnos como tales ni regular nuestra convivencia de ese modo. En nuestra mano está, como digo, hacer un sistema penal más justo y más abierto. Cuento con ustedes.

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