
El 17 de mayo de 2023 el Presidente de la República de Ecuador Guillermo Lasso ha adoptado –en medio de una grave crisis política y social– el Decreto Ejecutivo No. 741 que disuelve la Asamblea Nacional (sede del poder legislativo) y conlleva la paralela convocatoria de elecciones anticipadas presidenciales y legislativas.
De esta forma, el juicio político (impeachment) promovido en su contra por la misma Asamblea, bajo la solicitud de al menos una tercera parte de sus miembros, por un supuesto delito de peculado (malversación de fondos públicos) –según dispone el art. 129.1.2) de la Constitución de 2008– ha quedado abruptamente interrumpido, con la consecuencia que los ciudadanos ecuatorianos volverán a las urnas por segunda vez (y por partida doble) en poco más de dos años.
En concreto, las denuncias contra el Presidente se referían a la suscripción de contratos, a partir de 2018 –avalada a posteriori o, en todo caso, no revocada por Lasso, según las acusaciones en su contra– entre la empresa estatal Flopec (Flota Petrolera Ecuatoriana, encargada del transporte marítimo de hidrocarburos y otros recursos naturales) y el consorcio Amazonas Tanker, a pesar de que dichos acuerdos contractuales fueran gravemente perjudiciales para los intereses nacionales.
En terminos constitucionales, el art. 129.2 afirma que «para iniciar el juicio político se requerirá el dictamen de admisibilidad de la Corte Constitucional, pero no será necesario el enjuiciamiento penal previo». Con Dictamen No. 1-23-DJ/23, de 29 de marzo, la Corte Constitucional ha avalado –con seis votos a favor y tres en contra– el juicio político contra el Presidente Lasso, si bien inadmitiendo el cargo relativo al delito de concusión y estimando únicamente el relacionado con el delito de peculado.
Habiendo prosperado este filtro preliminar, el art. 129.4 dispone a continuación que «para proceder a la censura y destitución se requerirá el voto favorable de las dos terceras partes de los miembros de la Asamblea Nacional», lo que implica que al menos 92 asambleístas de los 137 totales voten a favor de la destitución del Presidente.
Dicha disolución excepcional del Parlamento –aplicada por primera vez y a escasos días de que, el pasado 9 de mayo, la Asamblea Nacional decidiera, con 88 votos a favor, proceder a la apertura formal del proceso de enjuiciamiento– popularmente conocida como “muerte cruzada”, tiene su fundamento el art. 148 de la Constitución, cuyo apartado primero establece que «la Presidenta o Presidente de la República podrá disolver la Asamblea Nacional [...] por grave crisis política y conmoción interna».
En segundo lugar, al mismo artículo dispone que «en un plazo máximo de siete días después de la publicación del decreto de disolución, el Consejo Nacional Electoral convocará para una misma fecha a elecciones legislativas y presidenciales para el resto de los respectivos períodos». De esta manera, la disolución anticipada del poder legislativo conlleva el paralelo cese del titular del poder ejecutivo (simul stabunt vel simul cadent, según la locución latina) y la celebración conjunta de dos elecciones distintas.
De acuerdo con el art. 87 de la Ley Organica Electoral-Codigo de la Democracia de 2009, en este supuesto extraordinario «el Consejo Nacional Electoral podrá disponer que las elecciones se realicen en un plazo menor a noventa días, contados a partir de la convocatoria».
Mientras tanto, «hasta la instalación de la Asamblea Nacional, la Presidenta o Presidente de la República podrá, previo dictamen favorable de la Corte Constitucional, expedir decretos-leyes de urgencia económica, que podrán ser aprobados o derogados por el órgano legislativo» (art. 148.4 Const.). Así, inmediatamente después de haber disuelto la Asamblea Nacional, Lasso ha adoptado un Decreto-Ley Orgánica para el Fortalecimiento de la Economía Familiar, sobre el que la Corte Constitucional deberá emitir el correspondiente dictamen para que entre en vigor.
Además, el 18 de mayo la Corte Constitucional ha inadmitido las demandas de inconstitucionalidad presentadas contra el decreto de “muerte cruzada”, ya que «no le corresponde a la Corte Constitucional verificar la configuración material de la causal invocada ni de la motivación esgrimida por el presidente de la República en el Decreto Ejecutivo Nº. 741, pues el artículo 148 de la Constitución no le ha otorgado la atribución para el efecto».
Más allá de que las acusaciones contra el Presidente Lasso sean o no ciertas –ya porque los hechos materiales de los que se le acusa son veraces, ya porque los mismos incluso integran conductas penalmente ilícitas– la introducción y desarrollo del citado juicio politíco parece señalar, en términos más amplios, ciertas turbulencias en los modelos presidencialistas latinoamericanos.
Por un lado, cabe destacar que, lejos de ser un instrumento excepcional para poner remedio a situaciones de irreparable crisis institucional, el juicio político previsto por numerosas Constituciones de América Latina –a veces de forma muy genérica: ej. por incapacidad moral (art. 113.2 de la Constitución peruana)– se ha frecuentemente convertido, en la práctica, en un medio ordinario para la resolución de tradicionales conflictos políticos entre mayoría y oposición, como si de una moción de censura (destructiva) típica de regímenes parlamentarios se tratara.
En términos estadísticos, pueden mencionarse las destituciones de Pedro Castillo (2022), Martín Vizcarra (2020) y Alberto Fujimori (2000) en Perú; Dilma Rousseff (2016) y Fernando Collor de Mello (1992) en Brasil; Fernando Lugo (2012) en Paraguay; Lucio Gutiérrez (2005) y Abdalá Bucaram (1997) en Ecuador y Carlos Andrés Pérez (1993) en Venezuela. Todo ello, sin mencionar las “casi destituciones” de Pedro Pablo Kuczynski (2018) en Perú –quien dimitió para evitar la destitución mediante un (segundo) juicio político, entonces en curso– y Otto Pérez Molina (2015) en Guatemala, quien renunció tras ser despojado de la inmunidad parlamentaria por el Congreso de la República.
Por el otro, a pesar de la derivación teórica de la forma de gobierno de los Estados Unidos, es indiscutible que el presidencialismo/semi-presidencialismo que caracteriza, en sus varias versiones, los Estados latinoamericanos no puede equipararse al modelo original de la Constitución estadounidense, ni en términos formales ni en lo que concierne su aplicación concreta.
En este sentido, la distancia entre ambos modelos se observa a partir de un triple orden de factores:
- la presencia (Estados Unidos) o ausencia (América Latina) de una sólida tradición constitucional “de partida”, fruto del origen de los respectivos ordenamientos institucionales y del opuesto desarrollo histórico (democrático y balanced, desde 1787, en el caso estadounidense; objeto de innumerables crisis y, en ocasiones, duraderos regímenes dictatoriales, en relación con muchos Estados de América Latina);
- la configuración de las instituciones y la evolución de un sistema equilibrado de separación de poderes y control recíproco entre ellos, mucho más firmes en los Estados Unidos, si bien es cierto que, también en este último caso, recientemente han empezado a vislumbrarse algunas fisuras y momentos de ruptura;
- la combinación entre partidos políticos, Parlamentos y fórmula electoral, con leyes electorales latinoamericanas de corte y efectos proporcionales que, con asiduidad, generan Asambleas legislativas fragmentadas y polarizadas que el Presidente de la República –elegido, cada vez con mayor frecuencia, por su carisma personal y no por ser el líder de una fuerza política estructurada entre el electorado– no consigue controlar, lo que favorece el “choque de trenes” continuo entres dos poderes dotados de la misma legitimación popular.
En conclusión, ello quizá impone la necesidad de repensar de forma cuidadosa –a partir de su concreto funcionamiento– las formas de gobierno latinoamericanas (o, por lo menos, ciertos aspectos) y el delicado encaje entre las instituciones (sobre todo políticas) que las componen, si no queremos que estos sistemas colapsen definitivamente e involucionen hacia modelos incontrolables o, peor todavía, autoritarios.