EL ESTADO DESNUDO

Miguel Larragay Coscolluela


Martes, 24 Noviembre, 2020

No sabemos cómo ni cuándo terminará la crisis del COVID-19, y menos aún conocemos con alguna certeza cuáles serán sus consecuencias finales. Sumergidos en la segunda ola, es el Estado el que ha asumido la total responsabilidad de sacarnos a flote. Pero el Estado no es sólo el Gobierno, y la continua inestabilidad y fragilidad que éstos han venido mostrando en el último lustro han acabado erosionando al resto de los poderes que se relacionan con él.

Si las posibilidades de acabar en el escenario más favorable pasan por un Estado fuerte y sano, esto significa un Gobierno estable como estables son sus relaciones con el resto de poderes que lo integran: legislativo y judicial. Algo que desgraciadamente hoy en día parece una quimera.

La realidad es que esta crisis no está creando tantos problemas nuevos como evidenciando o agravando aquellos que se venían arrastrando desde tiempo atrás: la brecha cada vez mayor entre los partidos políticos, la polarización social, la desigualdad económica, la desindustrialización del país, la austeridad tecnológica en la enseñanza o la falta de recursos en sanidad. Parece inevitable que, ante esta avalancha de incertidumbres, como sociedad estemos dispuestos a ceder libertades y derechos a cambio de una mayor seguridad. Así, se abre el debate ineludible de los límites al nuevo Estado emergente y acumulador de nuevos poderes.

La escasez legislativa en materia de estados excepcionales y el papel de los partidos políticos, más preocupados en las consecuencias electorales de sus actos que de su propia eficacia, ha dejado en manos de la Justica el establecimiento de tan necesarios límites; pero la Justicia también se ve inmersa en un profundo problema que amenaza con debilitar su independencia, y con ello, el equilibrio en que se fundamenta nuestro Estado: la polémica reforma de la elección de los 20 consejeros que integran el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).

Esta situación aúna varias de las características ya mencionadas: antigüedad e incapacidad de los partidos políticos para encontrar consenso. Actualmente y desde la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de 1985, el Parlamento elige tanto a los 8 juristas de reconocida competencia (art. 122 de la CE) como a los 12 jueces y magistrados por mayoría de 3/5 partes. Durante 35 años se han sucedido el reparto de cuotas entre el bipartidismo hasta hoy, cuando se cumplen ya 2 años desde que expiró el último mandato de sus consejeros. Una situación de bloqueo insostenible en cualquier Estado democrático, que el actual Gobierno pretende sortear, equivocadamente y con fines políticos, rebajando la mayoría de 3/5 a mayoría absoluta.

Porque la auténtica solución no pasa por un nuevo intercambio de cromos entre partidos, sino por un cambio real y efectivo en el método de elección. Sólo hay que echar un vistazo a nuestros vecinos de la UE para darnos cuenta de la grave y anómala situación.

Por ejemplo, el órgano homólogo italiano, el Consejo Superior de la Magistratura (CSM) está formado por veintisiete miembros. De ellos, dieciséis son elegidos por los propios magistrados. En Francia, el CSM se divide en dos salas, la de los jueces y la de los fiscales; y son los magistrados los encargados de la designación de los jueces, mientras su última reforma, con el objetivo de reforzar su independencia, data de 2008. Hay que ir a Polonia para encontrar una situación tan abiertamente contraria a la separación de poderes. El país reformó su Consejo Nacional de la Judicatura para que 15 del total de 25 de sus miembros pasase de ser elegido por los jueces a ser elegido por el Parlamento. Un movimiento que provocó grandes críticas en el seno de la UE por la injerencia política que supone. La reforma española no está lejos de la preocupación de la Comunidad Europea, pues tanto la Comisión Europea como el Grupo de Estados Para la Corrupción (GRECO) han advertido que la nueva ley no se ajusta a las normas del Consejo de Europa en lo que concierne a la independencia judicial.

El juego de partidos no parece entender que erosionar la Justicia haciéndola, si cabe, más dependiente de la política, repercute en el conjunto del Estado, debilitando la confianza de los ciudadanos y dañando cualquier tipo de acción que se ejecuta en su seno. Y eso abarca desde los procesos anticorrupción hasta decisiones sobre cuestiones de inconstitucionalidad en leyes fundamentales. Más leña al fuego suman los irresponsables ataques y descalificaciones, muy diferentes a las críticas con fundamentos, de los diferentes portavoces parlamentarios cada vez que una sentencia es contraria a sus intereses.

Ciertamente, las soluciones son múltiples y asumidas en campaña por los propios partidos que ahora reniegan de ellas, como que los 12 jueces del total de 20 miembros del CGPJ sean elegidos por las asociaciones de jueces o eliminar los aforamientos para desincentivar el control sobre los altos tribunales. Para conseguirlo la ciudadanía también debe ser consciente del problema y exigir un acuerdo total para la despolitización.

En tiempos de miras cortas necesitamos que se legisle para la neutralidad y el bien común. Al menos, conseguirlo en algo elemental e intrínseco a la democracia que gozamos. Temo el día en que otra crisis de proporciones semejantes llegue, y que cuando nuestro Estado presuma de tener los mecanismos necesarios para sacarnos de ella nos demos cuenta de que, en realidad, va desnudo.

Cortes de Aragon

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