
El Derecho, como disciplina, a menudo es visto como algo que tiene un propósito más bien localista; a nadie se le escapa que el Código Penal español es distinto al de Francia, y que ambos no tienen nada que ver con las leyes penales de Arabia Saudí. Durante años, los españoles tuvieron muy claro que en Londres abortar no era delito, y que en España sí. Sin embargo, olvidamos que hay una parte del ordenamiento que rige nuestras vidas en más aspectos de los que nos pensamos.
Últimamente, a raíz de la previsible candidatura de Pedro Sánchez a la investidura y sus negociaciones con las fuerzas independentistas y nacionalistas, se está recuperando el uso -y la controversia- del término "nación". A este propósito, debemos recalcar que el Derecho que regula las relaciones entre Estados soberanos e independientes es el Derecho "Internacional". De modo que, para referirnos a esta parte del ordenamiento, realizamos una identificación entre los conceptos de Estado y nación, hecho que deriva, probablemente, de la idea de los Estados-nación.
Dicho esto, centrémonos en lo que nos ocupa. Solemos hablar, en nuestra vida diaria, de que el mundo es cada vez más global; todos somos conscientes del fenómeno económico, social y político de la globalización. Todos somos conscientes de la importancia de las interrelaciones entre países para poder prosperar unidos y satisfacer los intereses de cada uno -que a menudo se convierten en mutuos. El valor del Derecho Internacional es, precisamente, poner en común objetivos; fijar reglas entre iguales -los Estados, que después serán los únicos destinatarios de esas reglas- para, mediante el cumplimiento de las mismas, llegar a un desarrollo mutuo y, en su caso, global.
Sin embargo, el Derecho Internacional es algo que todavía queda lejos de lo que el común de la gente percibe como Derecho, o como mínimo, como Derecho que les afecte directamente. Muchas son las voces que cuestionan su efectividad -a veces, no sin cierta razón-, mientras que considerables capas de la sociedad lo ven como un conjunto de normas elaborado por políticos y que se queda en la esfera, precisamente, de la política.
Pocos ciudadanos se dan cuenta de la relevancia que determinados tratados tienen, y sin embargo vivimos el cumplimiento de éstos con suma normalidad: a nadie le sorprende ya que para llegar a Francia no haya fronteras. De hecho, lo que nos sorprende es que las haya, acostumbrados como estamos al espacio Schengen. Espacio éste que, sí, nos lo proporciona un Tratado Internacional. A pocos nos sorprende ver a todas las embarcaciones de un puerto deportivo con la correspondiente bandera española; pues sí, el derecho marítimo obliga a identificar la nación de las embarcaciones, porque, si bien se conceden ciertos derechos y jurisdicción a los estados costeros, el mar está considerado por los tratados como un bien común de la humanidad (y hay que saber de dónde venimos).
El Derecho Internacional está en nuestras vidas más que nunca, pero hay una cuestión de esta rama del ordenamiento jurídico que nos asalta especialmente estos días: Madrid es sede de la Cumbre del Clima. Hasta ahora, los acuerdos climáticos y los pactos internacionales en este sentido a menudo han servido para alimentar a quienes consideran que el Derecho Internacional son meras declaraciones políticas, y es que en la cuestión climática juegan muchos factores. El primer factor a tener en cuenta es la economía: contaminar es, a menudo, mucho más barato que no contaminar. El segundo, derivado del primero, es la competición internacional: Estados Unidos, Rusia, China y la Unión Europea no pueden empezar a cumplir unilateralmente determinados procedimientos, porque en el mercado se hundirían. Insisto: contaminar es más barato. Es todo esto lo que ha puesto contra las cuerdas al Derecho Internacional, y lo que ha hecho tambalear en algunos casos -y en otros, flagrantemente eliminar- el cumplimiento de los acuerdos en materia climática.
Pese a todo lo anterior, existe en los gobiernos, en ciertos sectores de la economía y, por supuesto, en la sociedad, una consciencia creciente de la importancia de preservar el medio en el que vivimos. Con el desarrollo cognitivo, social, económico y político que ha caracterizado a la humanidad en los últimos tiempos, se nos ha olvidado que, como ese perrito que nos viene a saludar cada vez que llegamos a casa, o como ese león al que vemos en los documentales, también somos animales. También pertenecemos, en definitiva, al gran sistema natural de la Tierra; dependemos de él y de sus recursos, y no solo no lo estamos teniendo en cuenta, sino que lo estamos destruyendo. En Aragón, el glaciar de Monte Perdido se derrite por momentos. La temperatura de los océanos sube, y los fenómenos meteorológicos nos muestran que, efectivamente, estamos ante un cambio climático. No podemos dejarnos llevar por Darwin y entender que "los mejores sobrevivirán", ni tener una concepción utilitarista del asunto; hay que pensar en global, hay que dejarse de concienciar y dedicarse, de una vez por todas, a actuar.
Y en la actuación es donde, precisamente, más papel pueden jugar las normas internacionales: es a través del mismo como debemos planear una solución adecuada a los problemas que estamos teniendo y que tendremos, porque el clima no es cuestión de un país solo. No olvidemos que el Derecho Internacional no será el que en este caso fracase -de hecho, ya contempla actualmente mecanismos para revertir la situación-. Hemos dicho que los Estados son los que crean el Derecho Internacional y que son sus destinatarios: pues bien, en caso de que los destinatarios de las normas no cumplan lo que en principio habían establecido, lo que ha fracasado no es el Derecho, sino las naciones. El problema, señores, no se encuentra en la norma; se encuentra, en su caso, en sus ejecutores, en sus destinatarios, quienes, al ser los propios autores de las mismas, se ven más legitimados para incumplirlas, máxime tratándose de un incumplimiento colectivo.
De todos modos, y pese a las consecuencias que la frustración por el incumplimiento reiterado de los pactos climáticos tiene sobre los legos en Derecho, no debemos olvidar que el Derecho Internacional es y será la herramienta con la que relacionarnos con nuestros vecinos y con los no tan vecinos. No podemos ignorar que el mundo ya no es unos pocos millones de personas que viven dentro de unas fronteras; el mundo es todas las personas y todos los territorios, dejando cada vez más de lado las fronteras. Sin embargo, todas estas interrelaciones deben realizarse siguiendo una base, unos patrones, que proporciona nuestro querido Derecho Internacional; patrones que sientan sus mínimos en los principios del ius cogens, máxima expresión de la racionalidad y, sobre todo, de la humanidad. A este respecto, resulta destacable el hecho de que los mínimos a cumplir por parte de los tratados los establezcan normas no escritas; es una muestra más del papel de la moral en el derecho y de los valores de justicia que todo ser humano racional reconoce.
En definitiva, ya veremos por dónde sale el sol -tratándose de clima y de cuestiones internacionales, nunca mejor dicho-. Mientras tanto, deberemos ser conscientes de que el Derecho Internacional no es" la voluntad de cuatro políticos al servicio de una empresa" -idea ésta que, de manera absolutamente irresponsable, se utiliza para criminalizar cualquier cosa-. El Derecho Internacional es mucho más que eso; es algo que ha cambiado la vida de muchas personas, es algo que, como todo el Derecho, es mutante, varía; se adapta a la realidad y a los nuevos tiempos. Pese a ser un sistema en cierto modo distinto al interno, no olvidemos que, en buena medida, somos lo que somos gracias al Derecho Internacional. En mayor medida aún, tenemos lo que tenemos gracias al mismo. No nos dejemos llevar por falsas ideas o por decepciones puntuales, por importantes que sean las cuestiones tratadas; confiemos en la ley, en los tratados y en la voluntad de los Estados. Confiemos en el Derecho.